Trece años después, sigue siendo difícil limitar sus movimientos. El vástago de una dinastía, el hijo favorito de una nación, el punto de apoyo de una de las pocas franquicias que jamás ha ganado una Serie Mundial: no hablamos de alguien que desacelere su ritmo, ni por un segundo. Bien sea patrullando el campocorto de los San Diego Padres o fuera del terreno, Tatis está bailando o conversando, rebotando y gesticulando, en movimiento perenne, al punto de entender que se trata de una anomalía termodinámica. Hasta la risa de Tatis es un gesto que requiere del esfuerzo de todo su cuerpo. Su cuello retrocede, sus trenzas teñidas de rubio le siguen, sus hombros se encogen, su torso jadea. Irradia alegría.
Tatis se calibró para vivir la vida de un alma inquieta, llena de una energía sin límites, y esa vida era buena (perfecta, para ser honestos), hasta que abandonó el terreno después de jugar un partido de exhibición el pasado 11 de marzo, para ingresar dentro de una nueva realidad.
Durante los cuatro meses que han transcurrido desde que el coronavirus dejara inerte al mundo de Tatis (desde que le arrebatara tantas alegrías), pasó los días a solas dentro de su apartamento de San Diego, pensando en todas esas cosas que extrañaba. En el pollo guisado y arroz con habichuelas preparado por su tía Rosie cuando ella vivía con él durante la pasada temporada. En los abrazos de su madre María, quien siempre le recuerda a su Bebo que la familia es primero. En los entrenamientos con su papá Fernando, quien imparte consejos recibidos con gusto por su hijo mayor. En las fiestas con sus amigos, las conversaciones con sus hermanos, la intimidad de la interacción cara a cara que él daba por sentada.
«También, en el béisbol», afirma Tatis, porque estos últimos meses han sido el periodo más largo que ha pasado sin poder jugar este deporte desde su fractura en la pierna. «Simplemente, el béisbol forma parte de mi vida».